A Jack no le molestaba el aspecto sucio y decadente de su habitación de motel. No le molestaba la luz rojiza del cartel que anunciaba que en el local de enfrente era posible emborracharse mientras uno observaba cómo se desnudaba una chica detrás de otra, a pesar de que parpadeaba de un modo irritante y estaba colocada de manera tal que caía directamente sobre la almohada. Tampoco le molestaba el hecho de que el televisor de pago no fuese capaz de mantener la emisión durante más de siete segundos sin perder la señal, ni la cama con una pata rota, ni el continuo zumbido del extractor del baño hora tras hora. A Jack todo eso le daba igual.
Lo único que le molestaba, lo que le carcomía el alma y le enfadaba en un grado supremo, era la pequeña mancha de humedad que se había instalado sigilosamente en la pared de la habitación. Aquella sombra de un par de centímetros que iba ganando terreno tan despacio que podría decirse que se mantenía siempre del mismo tamaño. Pero Jack sabía que no era así, que la mancha crecía imperceptiblemente día tras día. Y le podía, le exasperaba, le derrotaba. Porque aquella mancha de avance imparable le recordaba con su intromisión que más allá de aquellas cuatro paredes existía un mundo y tarde o temprano, la fuerza del cambio despiadado e inexorable acabaría por atraparle también a él.